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La primera vez que visité el norte del pacífico sur de Costa Rica, dejó una impresión en mí como la que deja un relámpago en el cielo. Tanto así que si yo pudiera elegir un lugar en el mundo para vivir, una elección libre de todo tipo de preocupación, responsabilidad, necesidad, pensando sólo en mí, ese lugar estaría escondido en algún rincón verde entre Dominical y Uvita.
El pacífico sur de Costa Rica es un paraíso, literalmente un paraíso, pero yo no necesito ir demasiado al sur para encontrar ese milagro. Para mi, está ahí, al principio del pacífico sur, cerquita de Perez Zeledón, a unas horas de San José, rodeado por naturaleza, por conservación, por comunidad y por gustitos (sobre todo buena comida).
Pude visitar las playas, montañas y ríos que están entre Dominical y Uvita en repetidas ocasiones durante varios años, cuando era guía de turismo fotográfico. Cada vez que estuve ahí me enamoré un poquito más. Se convirtió en mi laboratorio para experimentar fotografía y para descubrir vida silvestre. Y fue así como, sin querer y sin darme cuenta, y de manera secreta que hoy hago pública aquí en El Colectivo 506, dejé un pedacito de mi corazón.