Mientras completaba mi proceso de aplicación común, como parte del proceso de admisión a las universidades en Estados Unidos, no pude evitar mirar el mensaje que decía «Bienvenida, Fabiola». Ojalá pudiera decir que no siento ninguna conexión con el nombre, pero estaría mintiendo. La verdad es que estoy y estaré conectado a ese nombre durante mucho tiempo. Sin embargo, cuando veo ese nombre, siento que estoy escribiendo sobre alguien que no conozco, o al menos alguien que ya no conozco.
Cuando veo el nombre de Fabiola, me lleno de dolor y vergüenza. No me avergüenzo de quien solía ser, pero el nombre me trae una plétora de recuerdos que preferiría olvidar. Recuerdos de golpizas, difamaciones e insultos, todo en respuesta a que para mi es simplemente vivir como quien soy.
Soy transgénero y durante toda mi vida, mi existencia ha sido invalidada.
Cada vez que me subo a un avión, tengo una cita con el médico o voy a una cena familiar, recuerdo a alguien que ya no soy. Me duele aún sentir una conexión con mi nombre de nacimiento. Cada vez que se usa, todavía duele como una cortada reciente.
Cuando tenía 12 años salí del closet como transgénero para mi familia muy católica en Costa Rica, un país en desarrollo donde temas como el transgénero se ignoran casi por completo. Por supuesto, el resultado de esta conversación no fue muy positivo. Tener que asistir a un colegio católica no mejoró mi situación. Pasé de tener un grupo grande de amigos a tener solo tres, y tuve que hablar con una monja para que pudiera “arreglar” mis problemas. El propio director del colegio me dijo que necesitaba ayuda psicológica. Conseguí ayuda, pero no por las razones que el director insinuaba: no para que me “arreglaran”, sino para aprender a vivir feliz en un mundo en el que constantemente me hacía sentir vergüenza de existir.
Después de dos años de vivir en esta situación y sentirme inmensamente triste, me di cuenta que necesitaba estar en un entorno en el que me aceptaran por lo que soy. Finalmente decidí que me merecía algo mejor para mí y trabajé increíblemente duro para lograrlo. Reconocí que merecía estar cómodo y sentirme aceptado en mi propia casa. Decidí intentar educar a mis padres y tener conversaciones desafiantes pero necesarias con ellos. Después de un proceso largo y difícil, mis padres se convirtieron en mis mayores partidarios.
Aunque mis padres me aceptaron, mi escuela no lo hizo. Por eso apliqué a tres escuelas diferentes y mi mayor felicidad fue saber que me aceptaron en el United World College Maastricht en los Países Bajos. Después de sentir que me estaba ahogando durante tanto tiempo, esa noticia se sitió como si alguien finalmente me agarró la mano y me sacó del agua, pude tomar un respiro.
Después de llegar a UWC y sentirme abrumado por la aceptación y el respeto de mis maestros y amigos, finalmente pude entender que no hay vergüenza en ser quien soy. Estoy harto de sentir vergüenza y dolor por Fabiola, porque es gracias a su fuerza y resistencia que estoy donde estoy hoy. Cada insulto, cada golpe, cada mirada solo me ha hecho sentir más fuerte. Haga lo que haga, nada borrará el hecho de que llevo un trozo de Fabiola a donde quiera que vaya, pero eso no me convierte en ella.
Cuando leía «Bienvenida, Fabiola», mientras escribía mi aplicación común, no pude evitar sentirme decepcionada. Aunque estoy muy lejos de donde comencé, mi identidad todavía se siente invalidada. Mi nombre es Fabio. Espero que algún día, cuando inicie sesión en una plataforma oficial, me reciban de esa manera.