La Niña Gladys de Durán (así se usaba el nombre, con el apellido del marido), era una Niña de las de antes. Hablo de aquellas maestras que, vistiendo tacón alto de aguja y trajes como si fueran a una actividad de gala, cuando caminaban por la comunidad, hasta el sol se paraba a verlas. Ella era de las maestras que mantenía el aula en orden y sin un solo ruido. Era muy brava, pero dicen hoy sus graduadas que la recuerdan con cariño porque “¡qué maestra!, con ella aprendimos todo lo que hoy sabemos y se enseña en la escuela”.
La escuela John D. Rockefeller de Turrialba, tiene más de cien años de haber sido creada y se bautizó así porque don John D. estuvo por esos días en la campiña de paseo, pero el nombre luego de cambió a Escuela Jenaro Bonilla Aguilar, quien fue el que regaló el terreno donde hoy se conserva el centenario edificio. Sus dos pabellones idénticos, separados por el Salón de Actos donde aún cuelga la lámpara con el histórico escudo de armas que lució nuestro país en su época, eran utilizados por la sección de varones al sur y la de mujeres al norte. Justo, en el pabellón de niñas, fue donde la Niña Gladys dio sus lecciones. De pie frente al pizarrón de color verde, la clase iniciaba con la oración de agradecimiento, luego continuaba con sus clases magistrales de las cordilleras de Costa Rica, sobre un mapa delicadamente dibujado con tizas de colores, cuyos verdes, amarillos y celestes, resaltaban las hermosas costas y sus verdes montañas. La pizarra también tenía ejercicios de matemática, para que sus alumnas resolvieran las operaciones pasando al frente del salón. En los recreos, se le veía atendiendo los helechos de las canastas, en los que de cuando en cuando, se encontraba con los bebés desnudos de los comemaíces y pecho amarillo.
Gladys, nació el siglo pasado en el seno de una familia desamparadeña que migró a Aquiares de Turrialba porque su papá, don Adán Mora, era requerido en la finca como encargado del aserradero. Su mamá doña Tomasita, era experta en la cocina tradicional, en el pan casero, los biscochos, pudin y todas esas delicatessen de nuestros abuelos y que ella protegía de los golosos en una canasta que guindaba de las cerchas del techo sin cielo raso. ¡Cómo no!, si fueron doce hijos e hijas, que más parecían pollitos bebés tras su mamá gallina con su largo vestido protegido por el delantal pulcramente limpio.
La Niña Gladys, antes de ser maestra, estudió en el Liceo de Señoritas gracias a que su hermana mayor, la Niña Carmen de Ponce, se había casado y vuelto a Desamparados. Quizás por ahí fue donde nació su vocación para enseñar. Muy joven regresa a Aquiares para dedicarse a enseñar, conoce al que sería su futuro esposo Bernardo y se casan algunos años después. Para entonces ya cumplía con su promesa vistiendo el Hábito Carmelita a fin de ser curada de su asma que ya era crónica. A través de los años cultivó su servicio social y se dedicó a la enseñanza de adultos mayores que no pudieron ir a la escuela, a visitar a los enfermos del Hospital William Allen Taylor como Dama Voluntaria, a apoyar a las personas sin hogar como Dama Vicentina de la Parroquia de Turrialba.
Esa era la Niña Gladys, la que junto a sus compañeros y compañeras, prepararon una parte de la niñez de Turrialba, la que les enseñó a escribir, y me enseñó a escribir al mismo tiempo que despertó en mí el interés por la historia y la arqueología. La que me leía la Cenicienta y las Tres Hermanas en la madrugada, cuando yo interrumpía su planeamiento escolar de ese día con mis pesadillas. La que guardaba su Diario aunque apenas empezara a escribir: “Hoy es: miércoles 14 de abril de 1965, Día de las Américas”, en mi cumpleaños número tres.
Si, la Niña Gladys también era mi mamá y maestra en casa, al igual que de Rosaura y Joaquín, la que quiso irse con su hábito del Carmen porque la Virgen la acompañaría.