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viernes, abril 26, 2024

Costa Rica no lee lo suficiente—y los que cuidamos niños y niñas necesitamos guía

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El Colectivo 506
El Colectivo 506
El equipo editorial de El Colectivo 506 trabajó en conjunto para publicar esta nota. The editorial staff of El Colectivo 506 worked together to publish this article.

Antes de siquiera empezar a reportar sobre la lectura en Costa Rica, sabíamos algo con certeza—como periodistas, y como mamás. La lectura empieza en casa. Una carga muy pesada cae sobre las familias de los niños de Costa Rica para fomentar en ellos interés y capacidad para la lectura, para que las escuelas y colegios puedan construir sobre esa base.

No exageramos al decir que el futuro del país depende, en parte, de este esfuerzo. Si criamos ciudadanos que no saben entender lo que leen, ni montar una crítica bien pensada, ni valorar si una noticia está bien investigada o falsa o irresponsable, entonces la democracia contínua más antigua de América Latina sobrevivirá con mucha dificultad.

Depende de los papás. Es una verdad inevitable. Pero eso no significa que sea sencilla.

Durante estos dos meses de “¡A leer!” vamos a estar hablando con docentes, expertos, líderes de iniciativas de alfabetización, y muchos padres y madres de familia sobre la lectura. Vamos a preguntarles sobre sus éxitos y fracasos. Entonces queremos, exigimos, de nosotras mismas ese mismo nivel de apertura y transparencia.

Por eso empezamos el mes mostrando lo que hemos aprendido sobre personas obsesionadas con la lectura, absolutamente privilegiadas, cuando de educación se trata—pero muy inseguras sobre cómo lograr atender esta necesidad nacional en nuestras propias casas.

¿Cuándo se debe aprender a leer? ¿Y leer a dónde? Una reflexión de Mónica

¿Cuándo aprendí a leer? No recuerdo. Pero ahora que tengo un niño en primer grado, me pregunto constantemente.

Mi hijo apenas empieza a leer palabras por aquí y por allá. Hace unos días gritó de la emoción cuando pudo leer un rótulo en la calle: “‘seeeee veeeennnnn deeee’, se vende, ¡mamá leí se vende!”. Lo hizo mientras yo manejaba, él sentado justo detrás mío, y esa experiencia me hizo recordar mis años de niñez cuando miraba por la ventana del carro de mis padres y no podía parar de leer cada rótulo que se cruzaba en nuestro camino. Era tal la necesidad de descifrar los sonidos relacionados con esos símbolos que, había partes de los viajes en que cerraba mis ojos para no ver, para obligarme a no leer más, ¡porque me cansaba!

Pero mi hijo no es el niño más avanzado de su clase, ni tampoco es tan obsesivo como yo. Su mejor amigo leyó todas las intervenciones del acto cívico del día de las culturas en octubre del 2022, cuando estaban en grado transitorio (o kínder, como le solíamos llamar). Su mejor amiga ya lee cuentos cortos.

Al ver estas diferencias, me preocupo. ¿Será que estoy haciendo algo mal? ¿Será que mi hijo debería leer a sus seis años y tres meses? ¿o a sus cinco como su amigo? ¿Será que no logrará competencias lectoras avanzadas y, como dice el Estado de la Educación, no podrá convertirse en un ciudadano “competente, capaz de insertarse exitosamente en la sociedad del conocimiento”?.

Pero cuando tomo un paso hacia atrás, respiro y recuerdo que mi hijo ama los libros.

Cuando él nació mi esposo y yo pedimos deseos: “Yo espero que ame la naturaleza”, dijo el papá. “Yo espero que ame los libros”, dije yo. Y hasta el día de hoy parece que se nos cumplieron ambos deseos.

Pero no hay garantía.

No fue hasta mi adolescencia que yo misma empecé a leer libros por gusto, cuando empecé a leer las novelas de Isabel Allende, para luego pasar por autores diversos como José Saramago, J.K. Rowling o Gioconda Belli. Luego pasé por biografías de fotoperiodistas y ensayos sobre la ética de la fotografía. Pero desde hace ya más de 6 años que no he vuelto a terminar un libro que no deba leer, he iniciado algunos, pero con poco resultado.

Ahora bien, descubrí leyendo el capítulo 3 del informe del Estado de la Educación del 2021 que las competencias lectoras hoy en día implica mucho más que poder leer libros extensos o ensayos complejos, también implica saber descifrar información en el mundo virtual de contenidos que se ensancha cada segundo gracias a la tecnología, por lo que necesitamos de “una nueva forma de ser lector, quien construye su propio escrito porque cuenta con la posibilidad de navegar en la re por diversos formatos (páginas web, chats, blogs, entre otros) y no se limita a seguir una ruta ya definida o establecida por los autores de un texto específico”, según dice el Estado de la Educación.

El panorama se hace más complejo de lo que pensaba, porque ahora me doy cuenta que no sólo necesito que mi hijo ame los libros, sino que entienda que la información no sólo está en los libros, y que al enfrentarse a esa información, en un papel o en una pantalla, debe ser capaz de crear su propio criterio para cuestionarla y generar su propia opinión.

De repente, aprender a leer es mucho más que asociar sonidos y símbolos. ¿Lo lograremos en mi casa?

Y cuando ya se sabe leer, ¿qué sigue? Una reflexión de Katherine

Cuando mi hija nació hace 10 años, una de mis grandes alegrías fue pensar en todo lo que íbamos a leer juntas. Por supuesto que yo, una bookworm total, iba a tener una hija igual de apasionada. ¡Fácil! La rodeé de libros. Empecé a leerle desde el primer día que la trajimos del hospital. Sabía muy bien como ex-maestra de escuela que no solo los libros, sino la densidad de lenguaje hablado en un hogar—la cantidad y variedad de palabras a la que exponemos a nuestros bebés y niños pequeños—es esencial para su futuras capacidades de lectoescritura. La cubrí, empapé, seguro hasta la abrumé con conversaciones y monólogos, después conversaciones que con el tiempo se volvieron cada vez más igualitarias.

Y leí con ella todas las noches.

Al igual que Mónica, vi con preocupación que se tardaba en empezar a leer, a pesar de ser una persona muy verbal e interesada en historias. Y hoy, le digo a Mónica que no se preocupe tanto. Pues durante el segundo grado—el año después de que, en los nuevos lineamientos del Ministerio de Educación Pública, los alumnos de Costa Rica deberían “saber leer”—mi hija explotó con la lectura; según las mediciones que le apliqué, empezó debajo del nivel de lectura para segundo grado y después lo superó, por mucho, en cuestión de meses, así no más.

Listo. Misión cumplida. ¿Verdad?

Pues no, porque como aprendería, criar lectores es complicado. La tele y las pantallas han enseñado cosas increíbles a mi hija, cosas que yo a su edad no sabía—pero complican la afición por la lectura. Las librerías hoy en día, luchando por sobrevivir, están llenas de color, juguetes, rompecabezas—y eso crea un reto cuando trato de navegar con mi hija hacia los libros. Todo eso, sin hablar de la particularidad de cada cerebro. A mi hija le encanta escuchar libros, pero no tanto leerlos; prefiere novelas gráficas a páginas de solo texto; prefiere leer un libro 100 veces en vez de leer 100 libros. Se entretiene por horas inventando historias o dibujando, su mente vagando por fantasías e inventos, cuando mi nariz a su edad estaba siempre enterrada en un libro.

Lo que es más: yo no leo como antes. Yo, también, escucho más libros de los que leo, porque el tiempo más accesible para “leer” es cuando estoy acomodando ropa o caminando o corriendo. Y seamos honestas: a mí también me seducen las pantallas. Muchas veces, al final de un día escribiendo y editando, no quiero ver palabras en una página. Quiero escuchar mis podcasts y jugar un juego sin sentido en mi teléfono. Me siento culpable y abrumada. ¿Ni en la lectura, algo que siempre me definía, puedo lograr ser un buen modelo para ella?

Pues no, y no puedo ser complaciente entonces sobre los retos enormes de comprensión que enfrenta Costa Rica. ¿Mi hija sabrá comprender bien los textos densos del colegio y (tal vez) la universidad, o, lo más importante, de los medios de comunicación? ¿Sabrá leer con ojo crítico la avalancha de información que le va a llegar todos los días? ¿Pondrá atención a lo que está pasando a su alrededor?

Como Mónica, no sé. Pero sí sé una cosa. Si Mónica y yo luchamos con la lectura, con todas las ventajas que tenemos, pues la crisis nacional de comprensión de lectura va a requerir de MUCHO apoyo para mamás y papás. Porque es complicado, y estamos mal preparadas en casa… mucho más, los que tienen muy poco tiempo y recursos para rodear a sus bebés y niños con un ambiente de lectura.

La carga de este reto cae principalmente en los papás y mamás. Y no se vale dejarlos solos. Necesitan más acceso a información sobre la importancia de hablar con sus bebés; más acceso a libros y material didáctico; más acceso a espacios donde pueden llevar a sus hijos a recibir esa exposición; más seguimiento y recordatorios sobre las prácticas en casa que apoyan al desarrollo lúdico (hasta en las citas del pediatra, ¿por qué no?). Por supuesto, a los docentes que luego reciben las riendas, hay que darles mejores herramientas también. Pero en esta nota dedicada al hogar, me preocupo más por los que construyen la base.

La capacidad de nuestra ciudadanía actual y futura para entender la información que reciben, determinará el futuro de este país. Y esa capacidad, la determina en gran parte los primeros cuidadores de los niños. ¿Quién está actuando para elevar la conversación sobre cuido y alfabetización? ¿Quién está siendo creativo para brindar el tipo de apoyo con el que soñamos aquí?

Eso exploraremos. Y en nuestras casas, nosotras—imperfectas, preocuponas, asombradas y a veces confundidas por las mentes de nuestros hijos—seguiremos intentando.

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