¿De dónde viene el deseo?
No lo sé. Probablemente sea una construcción en la que intervienen diversos factores que le dan forma. Lo que sí sé es que todas las personas deseamos, pero no todas queremos lo mismo. También sé que, por absurdo que parezca, calificamos a las diferentes formas del deseo, celebramos algunas, reprimimos y penalizamos otras. Entre estas últimas se suelen ubicar las sexuales, dentro de las cuales también categorizamos. Por ejemplo, con seguridad se podría afirmar que en las actuales sociedades—no en todas—se ve en detrimento el deseo que hace que una persona guste sexoafectivamente de otra de su mismo sexo. Por lo que, en este texto, con la intención de ayudar a cambiar la forma en la que nos relacionamos con el propio deseo, he querido hacer alusión específica al deseo homosexual y a la relación que un hombre joven ha tenido con él. Llamaremos a este hombre joven Mateo. Él está anuente a compartir su historia, pero de manera anónima
Observar a un hombre por la ventana de su casa o fijar la mirada en sus compañeros de escuela eran experiencias usuales para Mateo durante su niñez. Una forma de admiración por estas personas. Él rememora que de estos niños le gustaba, particularmente, sus cabelleras, la forma en que las llevaban y el color de las mismas. En ese momento, estas experiencias no provocaban ningún conflicto para él, pero las vivía internamente. Por lo que de ellas no hablaba con nadie. Tampoco las nombraba de ninguna manera. Era un secreto. Y no recuerda por qué –aunque es probable que, tempranamente, ya había sido expuesto a los discursos que no aprobaban este tipo de situaciones y sin darse cuenta ya formaban parte de él.
Eventualmente, tampoco recuerda cuándo ni cómo, su admiración se convirtió en deseo. Mateo deseaba a otros hombres.
Lo anterior se tornó en un conflicto para Mateo cuando llegó la adolescencia, puesto que empezó a reprimir y penalizar este deseo. Sin lugar a dudas, los discursos contra los deseos sexoafectivos entre personas del mismo sexo ya estaban arraigados en él, principalmente el religioso –cristiano, católico y conservador– que se repite coloquialmente y que dice algo así como: “Dios creó al hombre para que desee a la mujer, y viceversa. Cualquier otra forma es pecado”.
Por lo que Mateo, en ese entonces un devoto católico, trató de hacer callar su deseo durante toda su adolescencia. Silenciarlo fue el camino a tomar. Y al mismo tiempo, intentó entablar una relación con una mujer y con otra, pero sin éxito alguno. Ahora lee esto desde el humor: ¡Nunca le gustó a las mujeres! No obstante, su deseo por otros hombres era demasiado fuerte. Rugía dentro de sí, pese a los intentos de silenciarlo con represión y dosis de moral y culpa cristiana. Mateo recuerda que como a los quince años, aproximadamente, confesó por primera vez a un sacerdote católico su secreto, pero el cura ni se inmutó y decidió enfocarse en otras experiencias del adolescente. Mateo sintió que el problema que tenía era suyo, internamente. Como se dice coloquialmente: “La procesión va por dentro”.
Luego de salir del colegio, y tras dos años de experiencia universitaria, Mateo decidió entrar al Seminario y hacerse sacerdote católico: era uno de sus anhelos desde niño. Pero llevaba con él un gran secreto, que confiaba Dios le ayudaría a “sanar”. No obstante, en el Seminario su deseo se desbordó, puesto que vivía en confinamiento y rodeado de hombres. La tentación era demasiado grande. No hubo Dios que lograra domar al deseo. Y esto lo tenía intranquilo en términos psicológicos y espirituales. Por lo que decidió compartir, con un par de sacerdotes, lo que por años había tenido oculto: deseaba a otros hombres. Los clérigos, al igual que el confesor de la adolescencia, ni se inmutaron al respecto, al contrario, le ayudaron a tranquilizarse. Pero tuvo que dejar el Seminario para lograr estabilizarse.
Inesperadamente, fue gracias a esta experiencia en esta institución católica que Mateo pudo expresar su deseo y empezar un camino de reconciliación con este y consigo mismo porque, por primera vez para él, se hizo evidente que el problema Mateo lo llevaba por dentro: no aceptaba su propio deseo.
Después del Seminario, regresó a la vida civil y a la universidad, y al mismo tiempo llegaron años de terapia para cuestionar los discursos que tenía por verdad, para mirar de forma distinta al deseo sexoafectivo entre personas del mismo sexo, para reconciliarse con su propio deseo y para poder nombrarse como homosexual. Además, este proceso de sanación personal también incluyó un cambio en la mirada sobre la fe: cambió su imagen de Dios y su visión sobre la Biblia. Vinieron crisis, tensiones, enojos, cuestionamientos y reconciliaciones con Dios. Pasó por el agnosticismo, ateísmo y la creencia. Nunca fue un proceso lineal, sino un caos. Ahora Mateo reconoce que muchos de los textos bíblicos usados contra la homosexualidad responden a malas interpretaciones de las personas traductoras y sus sesgos homofóbicos, y al mismo tiempo sabe que otro Dios es posible, uno que creó la diversidad humana y la ama. Una persona creyente como él podría pensar que Dios sí le ayudó a “sanar”, aliviando realmente lo que era el problema: la aversión al propio deseo.
Con la experiencia de Mateo se hace evidente que el deseo lleva las de ganar. Se puede intentar silenciar, reprimir, penalizar, criminalizar, patologizar o convertir en pecado, pero es demasiado fuerte. El deseo se hace lugar allí donde no lo quieren. Por lo que recomiendo observar al deseo sin juicio, dejarlo llegar, ser y estar, cuestionar todas las enseñanzas sociales que nos hacen rechazarlo—incluidas las religiosas—y, finalmente, reconciliarnos con él, abrazarlo, celebrarlo y amarlo. ¡Dejémonos desear y celebrémoslo con orgullo!