Bajo la sombra de un galerón que la resguarda del calor típico de la norteña provincia de Guanacaste, Melesia Villafuerte, artesana de 57 años, abraza una cazuela en su regazo. Con mucho cuidado, constancia y paciencia, ella pule esa pieza utilizando varias herramientas, entre ellas una piedra que heredó de su madre.
Si usted visita la comunidad de Guaitil, ubicada en el cantón guanacasteco de Santa Cruz, es probable que tenga la suerte de encontrar una escena como esa en el corredor de la tienda de Coopeguaytil, donde las artesanas que la conforman llegan para elaborar un comal, una olla o una artesanía decorativa con técnicas y herramientas que han heredado de sus ancestros chorotegas.
La de Coopeguaytil es una de diversas tiendas de artesanías que se pueden visitar en el centro de Guaitil, así como en la comunidad vecina de San Vicente. La cooperativa reúne a mujeres artesanas del primer poblado guanacasteco.
“Coopeguaytil nació con el fin de mercadear el producto de las artesanas, hay muchas compañeras que tienen los talleres metidos en sus casas y no pueden vender el producto. Este punto es ideal para que las compañeras artesanas puedan vender su producto, entonces nos organizamos como cooperativa para ver cómo podíamos salir adelante”, explica Nury Marchena, representante de Coopeguaytil.
Esta agrupación comenzó a gestarse en 1997 y en 1998 se hizo realidad. Con ayuda del Instituto de Fomento Cooperativo (Infocoop) y la Comisión Permanente de Cooperativas de Autogestión, pudieron adquirir el local actual, en el cual se ubicaba una antigua cooperativa.
Con un financiamiento inicial, “compramos material y traíamos acá (al local de la cooperativa) de lo que teníamos cada una en las casas. Así crecimos, ayudamos a muchas personas de la comunidad, le dimos apoyo a familias que venían y nos contaban su problemática, entonces le comprábamos parte de su producto para ayudarles”, añade Marchena, artesana que aprendió este oficio a los 14 años de edad.
Estas mujeres avanzaron así durante muchos años, hasta que hace alrededor de siete años sufrieron un robo que les afectó profundamente. Marchena cuenta que “nos robaron todo, nos dejaron en la quiebra. Nos fuimos decepcionadas, cada una trabajando en su casa con lo que podía… se nos llevaron la computadora, se nos llevaron todo” y, por ello, cerraron el negocio.
La cooperativa estuvo desactivada durante cinco años; sin embargo, después de ver cómo su local estaba siendo invadido por drogadictos y alcohólicos, decidieron comenzar de nuevo y volvieron a activar la cooperativa con lo poco que tenían.
“En el 2019, estábamos empezando a tener nuestro producto. Volvimos de nuevo, con productos de nosotras mismas, cooperamos entre nosotras, damos dos mil pesos por mes y ahí vamos”, señala Marchena al añadir que también se ayudan con los gastos básicos como luz, agua y basura con una pequeña sodita que administra una socia, la cual por el momento no tiene grandes ganancias ya que son pocos los visitantes que llegan.
Meses de incertidumbre y miedo
La pandemia del Covid-19 afectó, como a todo el país y al mundo, a este pequeño poblado ubicado a tan sólo 15 minutos del centro de Santa Cruz.
“Con esto de la pandemia estuvimos seis meses cerrados, no veníamos por miedo a ese COVID, por seguridad de nosotros y de la gente. Además, aquí no venía nadie. Hasta ahora usted observa los negocitos abiertos”, cuenta Marchena.
Durante esos meses, los artesanos y artesanas no vendieron nada. Sin embargo, ahora están experimentando un poco de movimiento.
“Estos dos últimos meses hemos rasguñado algo. Aquí vamos de nuevo y vamos a esperar a ver qué pasa”, dice.
Pese a los duros golpes, estas artesanas siguen adelante y tienen esperanza en el futuro.
“Con esta pandemia, sabemos que hay un contra que no nos deja avanzar porque no vienen clientes, pero nos permite seguir adelante y esperar la nueva oportunidad, porque… yo siento que esto va a ser bueno dentro de dos o tres años”, señala Marchena.
La dirigente comunal resalta que por suerte su producto no se daña, ellas continúan elaborando sus artesanías y “de vez en cuando ahí aparece alguien y nos compra una o dos piecitas” y esto les ayuda al menos a cubrir los gastos esenciales, “aunque nosotras no tengamos dividendos. Aquí estamos ad honorem, sin salario, sólo por amor, cada una trae cinco o seis piecitas de sus casas y las vende aquí para terminar de llenar la tiendita”.
La cooperativa cuenta en la actualidad con cinco socias fundadoras activas, algunas se han retirado por problemas de salud pues son adultas mayores, mientras que los hijos de algunas asociadas dan apoyo a la organización.
Nury Marchena, Melesia Villafuerte y Yolanda Villarreal son tres de las integrantes de Coopeguaytil que más se acercan al local de la cooperativa. Este año decidieron llegar todos los días a atender la tienda y también a elaborar sus artesanías allí, labores que combinan con la atención de sus hogares.
Marchena vive en San Vicente pero también tiene una casa y su negocio en Guaitil, casi frente al local de la cooperativa. Por ello, pasa de un lugar a otro, atendiendo asuntos de la cooperativa, de su propia casa o cuidando a sus nietos.
Todas son mujeres que atienden sus hogares solas, jefas de hogar. Villafuerte y Villarreal también cuidan de sus nietos o ayudan con el trabajo doméstico a sus hijas, que estudian, trabajan o hacen ambas cosas.
Por esta razón, estas artesanas se turnan la atención del local y, así, se dan apoyo entre todas para seguir adelante. Lo importante es que existe la voluntad, la esperanza y, sobre todo, el amor de estas artesanas por lo que hacen.
Arte vivo de generación en generación
Marchena, quien en abril cumplirá 60 años, se dedica a la artesanía desde los 14 años, cuando aprendió la preparación del barro y los colores. Aunque por un tiempo se alejó del oficio, esta artesana nacida en el pueblo vecino de San Vicente lo retomó estando ya casada y viviendo en Guaitil.
Como había dejado la práctica, Marchena relata que “yo preparaba el barro sola, al principio se me quebraban las piezas, dilaté cinco años para poder ser lo que soy hoy. De 22 años empecé a hacer mis piezas sin perderlas, ahora tengo bastante experiencia”. De pequeña, Marchena aprendió de su mamá, de su abuela materna y sus abuelos paternos, quienes hacían tinajas, comales y sus ollas para cocinar frijoles.
La artesanía “me encanta, es mi trabajo y es algo que me gusta porque uno aprende tantas cosas lindas como poner una patita, como diseñar ese dibujo con aquel amor, trabajar el diseño de esa pieza”.
Melesia Villafuerte, de 57 años, se especializa en el pulido de piezas con la piedra, técnica que aprendió desde los 16 años. A la cazuela que abraza en su regazo le pasa una y otra vez la piedra o una paleta de plástico hecha con un envase de champú.
Las piedras utilizadas son piezas que por generaciones los indígenas han sacado de las montañas. La piedra que utiliza Villafuerte la heredó de su madre y hasta tiene nombre: “La Llorona”.
“Se llama La Llorona porque una vez me la robaron y yo me senté llorando y llorando en el corredor de mi casa, resulta que me la había robado un muchacho y gracias a Dios, él me la volvió a entregar. Como vio que yo lloraba…”, relata.
Detrás de una mesa larga y con la ayuda de un rol para girar la pieza, Yolanda Villarreal, de 63 años, va dando forma a una tapa para la cazuela que su compañera Melesia estaba puliendo. Además de sus manos, que con la habilidad que dan los años moldean la tapa, ella utiliza una cuchara de plástico, una cuchara de jícara, un cuchillo, cuero y el olote del maíz (la mazorca sin granos).
“Cuando veo mi trabajo, cuando lo veo quemado digo ‘qué lindas!’. Pido a Diosito que me dé más fuerzas para hacer más piecitas”, dice Villarreal, quien aprendió este arte a los 14 años.
La artesanía chorotega utiliza como materia prima barro y arena. El barro bayo, que extraen en San Vicente, se utiliza para las piezas decorativas, mientras que el barro negro—por su resistencia—se emplea en la elaboración de utensilios de cocina como comales, cazuelas y ollas.
Elemento básico de esta artesanía lo son también los pigmentos que se utilizan para decorar las piezas y que los artesanos obtienen en fincas privadas ubicadas en Diriá de Santa Cruz. Allí “encontramos el curiol blanco, el rojo, el anaranjado y uno como amarillito”, explica Marchena.
La artesana detalló que los azules y verdes que ahora se observan en las artesanías no son tradicionales, pero se utilizan porque los turistas los buscan. No obstante, “nosotros le decimos al turista que no es tradicional, que los colores tradicionales son los terracotas, blanco, negro, café, gris, naranja, esos son los que salen de esos pigmentos” que por generaciones han extraído de las montañas santacruceñas.
La leña es otra materia prima de los artesanos de Guaitil y San Vicente pues cada pieza se quema en los hornos que los artesanos y artesanas construyen en sus casas con materiales como arcilla.
Los artesanos deben comprar los barros y los pigmentos a los propietarios de las fincas privadas donde se encuentran. Por esta razón, existe un proyecto para que Coopesanguai (cooperativa que agrupa a artesanos y artesanas de Guaitil y San Vicente) pueda adquirir una de esas fincas con el fin de que sea la cooperativa la que extraiga y venda a sus socios este material fundamental.
“Queremos también ver, por medio de Coopesanguai, cómo reforestamos con madera de la que nosotros necesitamos, para proteger el medio ambiente, es como aportar a la naturaleza”, concluye Marchena.
Lugar: Venta de artesanías de Coopeguaytil.
Ubicación: costado oeste de la plaza de Deportes de la comunidad de Guaitil, Santa Cruz, Guanacaste.
Horario: abierto todos los días de la semana de 8:30 a.m. a 4 p.m.
También los interesados pueden comunicarse con doña Nury Nury Marchena al 506-8530-7765, y por correo electrónico al [email protected].