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viernes, marzo 29, 2024

Educación, pandemia y desigualdad: transformar el riesgo en oportunidad

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Leonardo Garnier
Leonardo Garnier
Economista, graduado en la New School for Social Research en New York, y en la Universidad de Costa Rica, donde actualmente es catedrático. Ha sido Ministro de Educación Pública (2006-2014) y de Planificación Nacional y Política Económica (1994-1998). Served as Minister of Public Education (2006-2014) and of National Planning and Economic Policy (1994-1998). Economist with degrees from the New School for Social Research (NY) and the University of Costa Rica, where he is now a professor. 

¿Por qué nuestra edición de marzo, enfocada en la educación en pandemia en Costa Rica, se llama «Lecciones aprendidas»? Porque nosotras, como periodistas que buscamos ejercer el periodismo de soluciones, queremos explorar las dificultades e injusticias del presente, pero también aprendizajes que esta crisis va dejando que podría mejorar nuestro sistema escolar en el futuro. La serie de educación del 2006 que inspiró esta edición, incluyó una entrevista al entonces nuevo Ministro de Educación Pública Leonardo Garnier, quien había iniciado su labor solo semanas antes; serviría en ese puesto por ocho años más. Ahora, volvimos a don Leonardo para preguntarle cómo ve el contexto actual.

Todavía hoy, cuarenta años después, estamos pagando por el terrible impacto que la crisis de los años ochenta tuvo sobre nuestra educación. No nos puede pasar otra vez y, para eso, hay que empezar por aprender de la historia.

El impacto educativo de la crisis de los ochenta 

Durante los años sesenta y setenta Costa Rica hizo un enorme esfuerzo por elevar la cobertura de su sistema educativo, pues la realidad era dramática: a fines de los años cincuenta apenas un 17% de las personas jóvenes iban al colegio. Menos de uno de cada cinco. Aumentando la inversión educativa, abriendo colegios y creando muchas plazas docentes, se logró elevar esa cobertura a un 60% en 1980 que, si bien seguía siendo baja, reflejaba la magnitud del esfuerzo y tuvo un gran impacto social y económico.

Este avance se vio interrumpido de forma imprevista por la crisis: cayó la producción, se disparó el desempleo y la inflación, se duplicó la pobreza y cayeron los ingresos del gobierno, por lo que se recortó el gasto, incluido lo que se invertía en educación. Esto tuvo un impacto brutal en la cobertura educativa, que cayó en diez puntos entre 1979 y 1982. Un impacto no solo brutal, sino duradero. Aunque la economía se empezó a recuperar a partir de 1983, la inversión y la cobertura educativa se rezagaron: fue hasta el año 2000 cuando Costa Rica pudo recuperar la cobertura educativa del 60% que había tenido en 1979.

La consecuencia fue dramática: por veinte años – entre 1980 y el 2000 – apenas la mitad de las y los jóvenes costarricenses entraron al colegio. La otra mitad se quedó apenas con educación primaria, incompleta en algunos casos. Cuando nos preguntamos por qué en la Costa Rica de este siglo XXI se nos ha hecho tan difícil reducir la pobreza o por qué ha venido subiendo peligrosamente la desigualdad, debiéramos remitirnos siempre a esta tragedia educativa: si la mitad de las y los jóvenes de aquellos años no fueron al colegio, eso significa, ni más ni menos, que la mitad de nuestra fuerza de trabajo de hoy cuenta, apenas, con un nivel de educación primaria. Educativa y productivamente, son una generación perdida: los condenamos a la pobreza.

Se reducen las brechas educativas

Fue sólo entrado el siglo XXI que Costa Rica logró empezar a revertir esa exclusión educativa. Gracias a un aumento importante de la inversión educativa, a la apertura de gran cantidad de colegios – sobre todo en zonas rurales – y al aumento en las correspondientes plazas docentes, la cobertura bruta en secundaria volvió a subir, pasando del 60% en el 2000 al 98% en 2018. Esto permitió reducir significativamente las brechas de equidad educativa. En primer lugar, se redujo la brecha urbana/rural: hacia 2003, la escolaridad de los jóvenes que vivían en zonas rurales era un 30% menor respecto a quienes vivían en zonas urbanas; y esa brecha se redujo a un 5% en 2017. Más grave era la brecha de escolaridad entre los hijos de familias de altos y de bajos ingresos, que se redujo de un 44% en 2003 a un 16% en 2017. Finalmente, se redujo la diferencia por nivel educativo alcanzado de las familias – la más severa y difícil de combatir – cayendo de un alarmante 68% en 2003 a un 21% en 2017.

Pero, por importantes que puedan ser estos avances, sabemos que son todavía parciales e insuficientes: nuestro sistema educativo sigue mostrando desigualdades a lo interno y enfrenta el difícil reto de mejorar la calidad educativa y los logros efectivos de aprendizaje. Para ello, el país ha venido impulsando una profunda reforma curricular y enfrenta el problema crítico de consolidar la calidad de la formación inicial docente. Y fue justo en ese contexto que, como resultado de la pandemia, nos vimos enfrentados a una nueva crisis educativa.

Monica Quesada Cordero / El Colectivo 506

El impacto educativo de la pandemia

Hoy, como en 1980, el principal riesgo de la pandemia es que se ensanchen de nuevo las brechas educativas: que caiga la cobertura, que muchas personas jóvenes se vean forzadas a abandonar sus estudios, que el país repita la tragedia educativa de hace cuarenta años y se vuelvan a disparar las desigualdades educativas.

Durante los primeros meses del 2020, la educación se paralizó. Conforme pasaron los meses, el sistema educativo empezó a reaccionar. Reaccionó en su conjunto y reaccionaron los centros educativos y sus docentes. Reaccionaron también los estudiantes y sus familias. Se recurrió a diversas herramientas de educación a distancia, desde el uso de incipientes plataformas educativas, hasta herramientas más sencillas como los whatsapp e incluso las fotocopias y las llamadas telefónicas. Los problemas de acceso desigual a la conectividad y el equipamiento se hicieron evidentes. Las condiciones en que viven y pueden estudiar los estudiantes en sus casas, también son muy desiguales. El Ministerio de Educación mantuvo la distribución de alimentos por parte de los comedores escolares e impulsó un esfuerzo masivo de capacitación a sus docentes en el uso de herramientas de educación remota y dotó de equipos y conectividad a muchos estudiantes. También se recibió apoyo del sector privado y de otras instituciones públicas mediante recursos educativos radiales o televisados.

¿Cómo podemos valorar estos esfuerzos de cara al impacto de la pandemia y, más que eso, cómo podremos enfrentar las amenazas y al tiempo que aprovechamos las oportunidades que la misma crisis nos abre a futuro?

Monica Quesada Cordero / El Colectivo 506

Lo primero que tenemos que reconocer es que, como en todo el mundo, la pandemia ha provocado una pérdida educativa. De eso no debe haber duda. Una gran parte de los conocimientos que nuestras y nuestros estudiantes debieron adquirir durante el curso lectivo 2020, simplemente no se alcanzaron o se lograron de una forma muy parcial. Según el estudio “The Economic Impacts of Learning Losses,” de Eric Hanushek y Ludger Woessman, recién publicado por la OCDE, todavía se sabe poco sobre la eficacia del aprendizaje en el hogar para toda la población estudiantil y lo que esto significa para el desarrollo de habilidades. “Sin embargo – dicen – hay indicios de diversos países de que muchos de los estudiantes tuvieron muy poca instrucción efectiva. Para una proporción significativa de los alumnos, el aprendizaje durante el cierre de escuelas pareciera haber sido casi inexistente”. Citan el caso del seguimiento temprano desde una aplicación en línea para la enseñanza de las matemáticas en varios distritos escolares de los Estados Unidos, que sugiere que el aprendizaje ha sufrido un fuerte descenso durante la crisis, especialmente en escuelas en áreas de bajos ingresos. En ese mismo sentido, la evidencia en Alemania muestra que el tiempo que los niños dedican a actividades escolares se redujo a la mitad con la pandemia, con un 38% de los estudiantes dedicando no más de dos horas diarias al estudio y un 74% dedicando menos de cuatro horas. Por el contrario, indican que el tiempo dedicado al entretenimiento – viendo televisión o jugando con computadoras o celulares – aumentó a más de cinco horas diarias. Nuestra experiencia no debe ser muy distinta.

Pero el impacto educativo va más allá de los aprendizajes perdidos durante el cierre total o parcial de las escuelas. Son abundantes las investigaciones que muestran que los efectos de suspensiones prolongadas de los procesos educativos son aún mayores a la duración de la suspensión, pues involucran el “olvido” o la falta de práctica de los conocimientos adquiridos en los períodos previos, conocimientos que se requieren para avanzar en el nivel siguiente una vez que se reanudan las clases. Así, un estudiante que había terminado octavo y vivió con suspensión de clases o enseñanza remota su noveno año, cuando ingrese a décimo enfrentará la realidad de que no solo sus conocimientos de noveno son parciales y débiles, sino que también habrá olvidado o perdido parte de las destrezas adquiridas antes en octavo.

Hay riesgos, pero también se abren oportunidades para la educación 

Si las pérdidas educativas han sido grandes en general, lo más preocupante es que, dadas las graves desigualdades que prevalecen en nuestra sociedad, también estas pérdidas educativas serán muy desiguales y desigual será también la capacidad de los distintos estudiantes de recuperarse del rezago provocado por la pandemia. Esto significa, para empezar, que enfrentamos el riesgo de perder parte importante de los avances en inclusión educativa de los últimos veinte años, pues la pandemia – y sus efectos sobre la economía de las familias – podría provocar un aumento del abandono escolar y una caída de la cobertura educativa. Esto es lo primero que tenemos que evitar: el Estado y la sociedad deberán usar todas sus herramientas – que afortunadamente hoy son muchas más de las que teníamos en 1980 – para evitar que se repita la tragedia educativa de aquellos años. Hoy es posible identificar con precisión a las y los alumnos que no regresen y tomar las acciones del caso para hacer posible su reincorporación al sistema educativo.

En segundo lugar, el Ministerio de Educación ya ha venido trabajando en una estrategia educativa para que, a lo largo de 2021 y 2022, los centros educativos puedan organizar procesos de aprendizaje que reconozcan la diversidad de las experiencias educativas de sus estudiantes durante la pandemia, dando prioridad a los aprendizajes estratégicos indispensables para seguir avanzando y partiendo del nivel previo alcanzado por cada estudiante. En particular, se requiere de apoyos adicionales para aquellos que se encuentren en mayores niveles de rezago y vulnerabilidad, de manera que puedan retomar con éxito su ritmo de aprendizaje y evitar, a como haya lugar, su exclusión educativa.

Monica Quesada Cordero / El Colectivo 506

Finalmente, como toda crisis, esta es una que, junto a sus riesgos, viene acompañada de una enorme oportunidad no solo para revertir las pérdidas educativas, sino para dar un salto que hace mucho estábamos esperando, pero al que nos resistíamos.

En efecto, a lo largo del 2020 la pandemia nos ha obligado a todos – desde los estudiantes y los padres y madres de familia hasta las autoridades educativas, pasando en especial por las y los docentes – a echar mano de un sinnúmero de recursos educativos que estaban ahí, pero que no estábamos aprovechando de manera significativa. Es así como, “a la fuerza” – gracias a la pandemia – hemos aprendido a usar herramientas que no solo serán útiles durante la emergencia, sino que a futuro, conforme ceda la pandemia, deberán convertirse en instrumentos cotidianos de nuestra práctica educativa.

Las clases nunca volverán a ser solamente presenciales, sino que combinarán en distintas proporciones la enseñanza presencial y las diversas formas de aprendizaje remoto: a veces con plataformas interactivas en que los docentes puedan profundizar en algunos temas o en que los estudiantes puedan trabajar en grupo resolviendo problemas o planteando proyectos innovadores de aprendizaje. Esto abre la puerta a interacciones muy diversas: los estudiantes ya no aprenderán solamente de su docente de aula, sino que podrán interactuar con muchos otros docentes y podrán trabajar colectivamente con estudiantes de otros centros educativos, de otras zonas y hasta ¿por qué no? de otros países. Podrá haber un acceso abundante a recursos audiovisuales – como las lecciones que se han grabado para la televisión durante la pandemia – y de muchos otros tipos, disponibles para acceder a ellos desde las computadoras, desde las tabletas o los celulares. En fin, se abre un sinnúmero de posibilidades no solo para recuperar lo que perdimos durante la pandemia, sino para dar un salto educativo que termine de cerrar las brechas educativas.

Pero esto no pasará automáticamente. Nos toca hoy identificar y superar los vacíos, los cuellos de botella y las debilidades que podrían frenar ese salto adelante, un salto que busca al mismo tiempo la mayor equidad y calidad de nuestra educación. A diferencia de lo que nos ocurrió en los años ochenta, esta debiera ser una crisis que nos sirva para consolidar un sistema de educación inclusivo y de calidad para todos.

Nada es más importante.

Monica Quesada Cordero / El Colectivo 506
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