El turismo en Costa Rica está directamente relacionado con nuestros recursos naturales y su protección. Palabras como ecoturismo, turismo rural comunitario, turismo de sol y playa, y turismo de aventura son las categorías más resonadas dentro de nuestros visitantes. El país se posiciona como un destino verde, líder en conservación y de gente amigable. Según datos del Instituto Costarricense de Turismo (ICT) para el 2016, el turismo generó un 6,3% del PIB en aportes directos y un 1,9% adicional del PIB en aportes indirectos—como lo son la compra de suministros, materias primas, o mano de obra complementaria—lo que se traducen en $3.530,7 millones.
Sin embargo, a pesar de todos los ingresos por divisas que brinda este sector—que son más que los aportes del café, el banano y la piña juntos— la combinación entre la volatilidad y dependencia de las condiciones internacionales, la informalidad laboral que existe en el turismo, y la inequidad en la distribución de las ganancias ponen en riesgo a las comunidades receptoras. Esto incluye tanto a las personas que la habitan como a los ecosistemas en los que se encuentran.
El turismo es un sector económico inestable, dependiente del contexto internacional. La crisis del 2009 fue una pequeña muestra de cómo el mercado internacional puede afectar la pequeña economía turística Tica, dependiente de la visitación extranjera. En dicho año se reportó una variación del -21,1% de las divisas generadas por el turismo para nuestro país. Sin embargo, una “temporada cero” como la que se experimentó el año pasado con el cierre total de fronteras para afrontar la pandemia por el SARS-CoV-2 fue la manera más drástica y radical de desnudar lo poco preparado que estaba el sector para afrontar grandes periodos de tiempo sin ingresos.
Lo anterior se debe a que la informalidad laboral es una constante en la industria turística, según datos de la Encuesta Continua de Empleo del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) para el 2019 existían 512.609 personas laborando en actividades asociadas al sector turismo. De estas, solo un 33% eran empleadas directas. Las demás personas trabajan informalmente vendiendo sus servicios profesionales sin seguridad social; son pagados por el servicio puntual y sus ingresos fluctúan según la afluencia de visitantes en la temporada alta o baja. Por lo tanto, no pudieron contar con fondos de liquidación, en caso del cese de sus servicios. Su supervivencia depende únicamente de su capacidad de ahorro, inversión y diversificación de ingresos.
Esta situación de la informalidad laboral no sería tan perjudicial si hubiera una distribución equitativa de las divisas generadas producto de la explotación de las riquezas naturales y culturales del país por medio del turismo. Sin embargo, es una industria altamente inequitativa, donde hay desde personas no remuneradas y auxiliares familiares (según categoría del Banco Central de Costa Rica) hasta empresas extranjeras cuyos márgenes de ganancia son exorbitantes en comparación con los salarios e ingresos que quedan en el país producto de sus operaciones y cuyo capital no es reinvertido en mejorar la calidad de vida de las comunidades receptoras. Algunos ejemplos son las grandes cadenas hoteleras y las operadoras turísticas internacionales. Para el año 2019, según datos del ICT, el Índice de Progreso Social en algunos centros turísticos como Sámara, El Coco, Flamingo, Conchal, Tamarindo y Sarapiquí fueron menores que el Índice de Progreso Social del cantón al que pertenecen.
El mayor reto del turismo actualmente en nuestro país es lograr una distribución más equitativa de las ganancias generadas, de manera en que, al menos, se puedan garantizar las necesidades humanas básicas de las comunidades en periodos de crisis, y así generar mayor bienestar a sus habitantes. Eso también permitiría al país cumplir con las intenciones de la Organización Mundial de Trabajo (OMT) que busca que el turismo contribuya al crecimiento económico, a un desarrollo incluyente y a la sostenibilidad ambiental. Además, ayudaría a cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible para así disminuir la presión que existe por aprovechar los recursos naturales que se protegen cuando la economía no permite tener una seguridad alimentaria. La seguridad alimentaria se consigue, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), cuando “todas las personas, en todo momento, tienen acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias, con el objetivo de llevar una vida activa y sana”.
En el caso de nuestras comunidades turísticas se vive una paradoja, donde se tiene un recurso natural el cual puede ser fuente de alimento, y de materias primas como madera, palma para techos, y medicinas, pero por razones históricas la conservación se ha realizado de manera restrictiva. Se excluye a la comunidad de dichas áreas se les restringe su uso y aprovechamiento y además se les delega el cuido de las mismas con la promesa de que el dinero que van a traer los visitantes va a ser suficiente para que ellos tengan una mejor calidad de vida. En el momento en que la economía no aporta lo suficiente para garantizar las necesidades nutricionales básicas, se vuelve la mirada hacia esos recursos protegidos, que ahora pueden ser consumidos producto de la necesidad, de manera clandestina, y exponiéndose a multas y hasta la cárcel. Esto lo que crea es un círculo vicioso donde la inseguridad alimentaria promueve la extracción de los recursos naturales, porque no se trabajó en que las comunidades turísticas fueran resilientes a los cambios en el mercado.
Este es un modelo arcaico de conservación denominado “top-down”, donde las políticas de conservación se imponen de manera externa a la comunidad, sin involucramiento de estas, ni conocimiento de sus contextos y realidades. Actualmente, se comienza a remplazar por modelos de gestión ambiental planteados desde y para las comunidades utilizando la conservación tipo “bottom-up”, los cuales bien implementados han demostrado ser más exitosos no solo en ayudar a una mejor calidad de vida de los habitantes sino también a reforzar el sentido de pertenencia y por ende una conservación que surge desde el amor y no desde la imposición.
En nuestro país estamos comenzando con pequeños casos aislados de co-manejo de recursos como los que se dan en parques nacionales como Cahuita, Chirripó, Ostional y actualmente Marino Ballena. Los cuales visibilizan a la comunidad. Estas prácticas de co-manejo hacen de la comunidad una parte del recurso, ayudando a que los ingresos generados por los recursos naturales y el turismo se queden en el sitio, y sean invertidos en el mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes y su entorno. La implementación de estrategias de conservación inclusivas que aumenten la participación comunitaria, junto con una mejor redistribución de las divisas turísticas son clave para que nuestra estructura turística sea resiliente y no tenga que sufrir en caso de las volatilidades del mercado turístico en el futuro.