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viernes, abril 19, 2024
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El sueño del café

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Lea la 1ra Parte: Una cosecha puesta de cabeza, 2da Parte: Un viaje de 48 horas, 3ra Parte: Segundo hogar en tierras extrañas, y 4ta Parte: En la lucha tenaz.

¿Cuáles fueron los momentos de su vida en los que las cosas podrían haber ido de otra manera? ¿Esos momentos en los que, si fuera el superhéroe de una historia que apenas empieza, una cierta chispa comenzaría a brillar en sus ojos?

A menudo, cuando revisamos nuestros recuerdos de ese tipo, los padres y las madres cobran gran importancia. Una que, por ejemplo, creía firmemente en el valor de nuestra educación, a pesar de que vivíamos en la comarca indígena de Panamá y no teníamos expectativas razonables de que el material de las aulas tuviera un impacto real en nuestras vidas. Uno que fue negligente y nos obligó, desde el principio, a decidir si seguir los pasos de ese padre o forjar un camino diferente.

Padres y madres cobran importancia. Los viajes, también. Fronteras cruzadas, hogares abandonados y lo que sucede después. Idiomas y culturas que nos cambiaron la vida.

¿Cuáles fueron los momentos de su vida en los que su camino dió un giro? ¿Fue por una persona? ¿Un viaje? ¿Una decisión?

¿Fue por el café?

‘Me dijo que mintiera’

Eduardo Cedeño Flores se sienta en el área común de su casa en San Marcos de Tarrazú. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

“Me fui quedando y quedando un poco más”, dice Eduardo Cedeño, de 44 años.

Suele suceder. La razón que da por haber hecho su vida en Costa Rica es la misma que muchos inmigrantes podrían ofrecer, incluida la periodista que lo interroga en su habitación en Los Santos, con otra vista asombrosa de un cafetal. Pero al cabo de una hora, queda claro que las decisiones que han guiado los 16 años de este hombre Ngöbe en Costa Rica han sido cualquier cosa menos pasivas. Un elenco de personajes fuera de la habitación lo ha estimulado, al igual que el propio Eduardo, miembro del pueblo indígena Buglé de Panamá, decidido a eliminar la desigualdad.

Su esposa fue la razón por la se animó a migrar a Costa Rica desde Panamá, dice. Justina Santos había escuchado que la jornada laboral aquí era más corta, que los trabajadores terminan al mediodía. («Ella es la que me trajo», dice con una risa). Entonces, cuando Eduardo tenía 27 años, la joven pareja y sus dos primeros hijos, de tan solo cuatro y dos años, caminaron cuatro horas desde su casa en el distrito de Tolé de la comarca indígena de Panamá para tomar un autobús por otras cuatro horas que los llevaría a la frontera. En casa, se habían mantenido a sí mismos mediante la agricultura de subsistencia, pero en el sur de Costa Rica, comenzaron a recolectar café.

Justina y Eduardo se quedaron en la zona de Coto Brus durante unos tres años recogiendo café y criando a sus hijos. Su tercer hijo, otro varón, nació en Costa Rica poco después (la menor, también nacida en Costa Rica, es una hija, ahora de 13 años). Luego vino el accidente de Eduardo. Se cayó de espaldas de un camión repleto de trabajadores en la finca donde estaba recogiendo café. Necesitó tratamiento en un hospital.

“Me dijo que mintiera”, dice ahora, recordando cómo su jefe le prohibió decirle a las autoridades de salud que había resultado lesionado mientras trabajaba. «Tuve que mentir y no creo que sea correcto». El recuerdo se quedó con él, y mientras continuaba trabajando en los cafetales y trasladaba a su familia a la zona de Los Santos, comenzó a escuchar cada vez más sobre las injusticias que enfrentan los trabajadores indígenas.

La vista desde la casa de Eduardo Cedeño Flores. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

La gente lo buscaba para contarle sus problemas, dice—quizás porque, como parte de una línea larga de curanderos, experto en medicina tradicional indígena, se ha convertido en alguien a quien la gente recurre con sus necesidades médicas. Todavía recolecta café con regularidad, incluidas cinco cajuelas hoy antes de la entrevista, pero también trabaja brindando tratamientos indígenas.

En este cargo, ha escuchado muchas historias tristes sobre los derechos laborales.

«Trabajarán durante 1 a 3 años y el jefe encontrará algún pretexto para no asegurarlos», dice. «A veces no hay una casa decente, ni agua potable, ni baño … De hecho, doy gracias por COVID» por arrojar luz sobre estas deficiencias. Dice que se ha ganado tal reputación por defender los derechos laborales que «¡ahora, nadie me contratará!» bromea.

Cuando el Centro de Orientación Indígena, o COI, se vio inundado por una crisis de liderazgo, dice Eduardo, tanto miembros de la comunidad indígena como funcionarios de las ramas locales de las entidades del gobierno costarricense le pidieron que se hiciera cargo de la organización sin fines de lucro. Ahora es el presidente de la organización, que cuenta con 65 indígenas como miembros. La COI asesora a los trabajadores indígenas sobre sus derechos laborales, necesidades de salud, conflictos con los funcionarios del Patronato Nacional de la Infancia (PANI), y otros temas. Ahora, cuando no está recogiendo café o trabajando como curandero, está tratando de averiguar cómo poner en orden a los documentos legales de COI y recaudar fondos para la entidad.

Menciona casi casualmente que en el camino, ha complementado los conocimientos que heredó de su padre y su abuelo con un título en fisioterapia de la Universidad Nacional, no poca cosa. Cuando era niño, caminaba una hora en cada sentido para ir a la escuela primaria. Fue estimulado por su padre Efraín, quien, aunque él mismo no había estudiado más allá de la escuela primaria, era un ferviente creyente en la educación de sus hijos. Eduardo llegó a la escuela secundaria, un programa de escuela nocturna, pero «no pudo terminar». Poco sabía cuando dejó la escuela que un país que nunca había visitado y, en ese momento, no tenía planes de visitar, lo llevaría a la educación superior y a la presidencia de una organización sin fines de lucro.

Eduardo es trilingüe: el buglé es su primer idioma y también habla ngäbere, el idioma de su esposa. Dice que ahora quiere aprender inglés. Sobre todo, quiere llevar el COI al siguiente nivel, con una oficina y un presupuesto.

“Mi idea es presentarle esto al Presidente de la República”, dice.

‘Estamos en otra época’

Marco Cerdas Solís, bajo el paraguas, supervisa durante la recolección de los granos de café cosechados en diferentes puntos de Finca La China en Sabalito de Coto Brus. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

Marco Cerdas tiene algunas ideas que le gustaría comentar al presidente también, sobre un tema muy diferente. El administrador de Finca La China en Coto Brus nos recibe en su oficina, pero no pasa mucho tiempo antes de que nos suba a su camioneta para que rápidamente podamos llegar a la medida de la cosecha del día.

Dice que para mantener organizados a los 300 recolectores en la fincaquienes, a la hora de la medida, se mueven por las colinas inclinadas de la finca como a través de un laberinto, algunos esperando para medir lo que han recogido, algunos ya regresan al área de pago de la finca y a la pulpería—le gusta mantener las manos en la masa. Su relación con los supervisores y recolectores de café que saluda en el camino lo confirma. Saludo a un recolector por su nombre por aquí, reúne a un grupo de recolectores debajo de su paraguas para asesorarlos sobre el área de recolección del día siguiente, recoge a otro grupo allá para llevarlos de regreso colina abajo.

Ha estado balanceando multiples trabajos desde que tiene uso de razón.

“Crecí trabajando en cafetales”, dice, retratando a un Coto Brus muy diferente al que hemos visto hoy. “Íbamos a la escuela descalzos. Había una pobreza enorme”.

Como Eduardo, Marco abandonó el colegio: en su caso, porque su padre era alcohólico y le correspondía a Marco, el hijo varón mayor de la familia, tomar el relevo. A los 15, comenzó a trabajar en tres trabajos: recoger café todo el día, luego medir café en un recibidor, y trabajar en una planta procesadora de café en la noche. Esto significaba que en cada una de sus jornadas laborales, veía el recorrido completo del grano de café, menos el tostado. Terminaba a la 1 de la mañana y se levantaba alrededor de las 4 para empezar de nuevo.

Valió la pena. Cuando Marco tenía 18 años, su familia había logrado construir una casa y él había conseguido un trabajo más permanente en la empresa procesadora, que pasó a administrar hasta los 40 años. A partir de ahí, se convirtió en el administrador de Finca La China, llamada así porque sus dueños anteriores provenían de China.

Amanecer y niebla matutina sobre los campos de café en Finca La China en Sabalito de Coto Brus. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

«No soy religioso, pero creo que Dios hizo un milagro en nuestra familia», dice ahora en su espaciosa oficina. Al mismo tiempo, nota el impacto de sus décadas de arduo trabajo. Y lamenta lo que ve como una disminución drástica en la ética laboral de los costarricenses, causada por demasiadas limosnas gubernamentales.

«Estamos en otra época en el que todo lo que el papá no puede dar, el Estado lo da», dice. “A mí me queda el mal sabor de saber que hay tantos niños que no van a poder salir adelante” porque no saben trabajar duro. Les dijo a sus propias hijas que podían trabajar en la finca o realizar estudios: ellas decían. Ahora están estudiando nutrición y decoración de interiores, respectivamente, en San José. Expresa su gratitud porque su hija mayor recibió una beca para estudiar inglés en el Instituto Nacional de Aprendizaje, pero al mismo tiempo, dice que se siente incómodo con la misma noción ya que “nunca obtuve una beca para nada en toda mi vida».

Dice que a veces siente que tiene más en común con sus trabajadores Ngöbe-Buglé que con sus compatriotas costarricenses.

“Como administrador, tengo que trabajar con una clase que sí quiere trabajar: los indígenas”, dice, y agrega que en la zona ve muchos jóvenes que salen de la escuela pero que tampoco están recogiendo café. Le preocupa lo que ve como falta de diligencia y agallas que podrían abrir muchas puertas.

«El café da trabajo a muchas familias», dice. «A partir de ahí, tienen el sustento que les permite pensar en algo más grande».

‘La gente quedó asombrada’

Candelario Gomez Galindo habla durante el programa de radio que lidera en San Marcos de Tarrazú. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

Candelario Gómez fue uno de los primeros trabajadores Ngöbe-Buglé en Los Santos, hace 30 años. Tenía solo 18 años. Al igual que Eduardo, inicialmente trabajó más al sur, en Pérez Zeledón y San Vito, pero Candelario continuó hasta Los Santos después de escuchar que la cosecha era mejor aquí. Cuando terminó la cosecha de café de ese año, se quedó como trabajador agrícola.

“La gente quedó asombrada, porque nunca había visto a nadie que hablara otro idioma”, dice, y agrega que a mediados de los 90 comenzaron a llegar más trabajadores indígenas. Para entonces, Candelario ya se estaba instalando. Conoció a su esposa en San Vito y ella lo siguió hasta Los Santos; se casaron en 1994 y su hija nació en noviembre de ese año.

Su hija fue el catalizador de lo que vendría después.

“Comencé a ver a mi hijita empezar a caminar”, recuerda mientras come un gallo pinto en una soda en el centro de San Marcos de Tarrazú, donde ahora vive. «Me preguntaba qué tendría que hacer para que ella pudiera ser una profesional … comencé a buscar información sobre cómo podría estudiar».

Y cómo estudió!. Parece que se ha inscrito para cualquier oportunidad de capacitación gratuita que ofrece el gobieron de Costa Rica, y algunas que han requerido inversión. Los cuenta en sus dedos. Estudió accesibilidad y justiciabilidad, administración de empresas, gestión de pequeñas empresas, diseño de proyectos, tecnología de la información, manipulación de alimentos y técnicas de costura. (Vende manteles y bolsos con diseños tradicionales Ngöbe para insumos adicionales, y muestra fotos de los productos al final de las entrevistas.)

También estudió locución y ahora presenta un programa de radio semanal, La Voz del Ngöbe-Buglé, en la Radio Cultural Los Santos. Cuando lo visitamos semanas después para ver cómo dirige su programa, insiste en entrevistarnos sobre nuestros reportajes, y se complace en interrogar a sus extrañas invitadas sobre si creen que los derechos indígenas deben ser respetadas. Se inclina hacia el micrófono y pontifica extensamente sobre los deberes de los empleadores y los derechos de los trabajadores indígenas, haciendo pausas para saludar por nombre a varios oyentes de la región. Parece inquieto y un poco incómodo. Nunca imaginó que terminaría con un programa de radio, dice.

Es difícil imaginar a Candelario, a diferencia de Marco y Eduardo, recogiendo café. Tal vez sea por el ambiente estéril de la cabina de grabación, o por el efecto de todas esas horas en aulas y talleres. En casi todos, dice, durante todos estos años, fue el único indígena.

“He sido como un punto oscuro en la pared para los cafetaleros, porque me encargo de informar a toda la población. No solo los ngöbe-buglé, sino también los nicaragüenses «, dice Candelario, ahora de 49 años. «He hecho todo lo posible para que me echen de aquí, pero parece que no pueden hacerlo».

Extraña a sus padres, 87 y 85, en su hogar en Panamá. Le piden regularmente que regrese a casa. “Mi único deseo es que vivas cerca”, dice, citando a su mamá, la persona que, años atrás en Panamá, lo motivó a estudiar aún cuando su padre hubiera preferido que Candelario estuviera trabajando en la agricultura. «Nadie te amará como yo». Suspira.

Pero no parece muy probable que se devuelva. Su hija ahora es estudiante de administración de empresas en la Universidad La Salle. Él también se inscribió en otro curso, dice con orgullo, este patrocinado por la Embajada de los Estados Unidos. Es un curso de certificación como consejero matrimonial.

‘Jugando con el tigre’

Juan Isauro Abarca Mena afuera del «bache» donde viven sus trabajadores durante la cosecha de café. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

Isauro Abarca puede rastrear su éxito en un esfuerzo que comenzó desastrosamente: su viaje a través de la frontera de los Estados Unidos de América cuando era joven. Después de crecer aquí en el pequeño pueblo de Alto San Juan, Los Santos, uno de ocho hermanos, había logrado comprar un terreno propio, pero no podía cubrir los pagos. Decidió tentar su destino y ver si una temporada trabajando en los Estados Unidos podía cambiar su suerte.

“¡Me fui mojado!” dice, feliz, explicando que trató de obtener una visa pero fue denegada. Decidió hacer el viaje indocumentado, dejando atrás a su esposa y su hijo de un año. «Hicimos un grupito aquí y me hice el maletín».

Le pagó a un coyote una fortuna absoluta—250.000 colones—para que lo llevara a Estados Unidos, pero el coyote desapareció después de que Isauro y el grupo volaron a la Ciudad de México y tomaron el autobús a Tijuana. Ambas cosas podrían haber hecho por su cuenta.

«Tuve que hacer un nuevo contacto», dijo. Cuando lo hizo y el grupo intentó cruzar, fueron detenidos por la policía fronteriza estadounidense, oficiales de habla hispana que los golpearon, dice Isauro.

«Al otro compañero le pegaron mucho, decían, ‘Dígale la verdad de donde es!’ Entonces él decía, pero ‘No le creemos, diga!'» Isauro enfrentó la misma suerte, explicando que era de Costa Rica solo para que le dijeran que debía estar mintiendo. Se entusiasma con la historia. «Me da por la boca del estómago, un puñetazo… Le hago, ‘Flah!’ y le meto la mano, y él me dice, ‘Aha, estás jugando con el tigre.'»

Finalmente, fueron liberados y encontraron una nueva ruta a través de la frontera en el maletero de un carro, un migrante apilado encima de otro. Llegaron a una «casa mexicana» en Los Ángeles. Un amigo de Isauro que ya estaba trabajando en Paterson, Nueva Jersey, pagó su boleto de avión para cruzar el país. Desafortunadamente, la persona que ayudó a Isauro a reservar el boleto en Los Ángeles lo envió a JFK en lugar del aeropuerto de Newark, un error abrumadoramente confuso para un joven migrante sin inglés y sin dinero que contaba con que su amigo lo recogería.

“Una santa persona me ayudó”, recuerda: “una chica que hablaba español” y de alguna manera comprendió la difícil situación de este joven costarricense que no tenía idea de dónde estaba ni cómo podía llegar a un estado completamente diferente. «‘Entonces vamos a buscarle un taxi.’ Buscó un taxi, apuntó el número de placa del taxi, me apuntó el número de ella, y dijo, ‘Si a usted este taxi no le lleva a la dirección que usted me está dando, me llama a mí. Yo me encargo de él.’ ¿Usted sabe que ese taxi me llevó donde el amigo?.”

Isauro trabajaba en un centro de preparación de alimentos durante el día y en un restaurante de noche; buscaba dos horas de sueño entre turnos. Vió a otros inmigrantes indocumentados viviendo apiñados como sardinas, a veces sujetos a maltrato y abuso. Después de un año, Isauro, sin gastar casi nada, había ahorrado lo suficiente para regresar a Costa Rica y pagar su deuda de un millón de colones. El año en los Estados Unidos lo inició como productor de café.

Juan Isauro Abarca Mena maneja por los empinados caminos de su finca en San Marcos de Tarrazú. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

Hemos notado que a menudo, en Los Santos, alguien que cuenta la historia de su vida hace un gesto hacia las montañas—Nací por allá, pero mi mamá era de allí. Con Isauro, es aún más inmediato. “Nací allí”, dice, señalando un lugar a solo un par de metros de donde estamos en la cima de la montaña. “Allí mismo.” El camino de lastre por el que hemos estado conduciendo era un sendero en esos días. Recuerda a una anciana que vivía cerca y tuvo que ser bajada de la montaña en camilla, varias veces, horas en el frío; todavía puede recordar sus gritos. Cuando comenzamos la mañana en su casa rosada, encaramada en el borde del valle, parecía un hogar hermoso y espacioso; cuando regresamos, después de oír su historia, parece un palacio. Isauro ha recorrido un largo camino, sin salir de la montaña donde nació.

Conduciendo por su finca, señala las variedades de café que han funcionado bien, otras que tienen menos éxito. Es parte de una industria que ha sido duramente golpeada no solo por la pandemia, sino por la roya del café que amenaza las fincas en todo el mundo y ha provocado que 6.000 caficultores costarricenses dejen de producir. Al igual que Marco, recuerda una niñez sin zapatos. Al igual que Marco, anima su conversación con comentarios que muestran el frágil equilibrio y el constante ajetreo que se necesita para mantener una finca en funcionamiento. La dependencia casi total de las fincas de una fuerza laboral migrante fluctuante para recoger la cosecha es parte de esa fragilidad.

«En los Estados Unidos, los estadounidenses, sin esa gente [migrantes] no hacen lo que hacen. Yo estaba en restaurantes, italiano, griego, americano, y todos [los trabajadores] éramos hispanos «, dice.» Aquí en Costa Rica, si no vinieron los nicaragüenses, los panameños, ¿qué vamos a hacer con el café? …El día que el café no es bueno aquí, habría una pobreza. Sería como los indios ”.

Habla de los altibajos de trabajar con agricultores migrantes con el pragmatismo directo de la mayoría de los agricultores, pero dice que se siente orgulloso cuando puede proporcionar un alojamiento decente.

«Le digo a la gente, entiendan, sufrí mucho. No quiero eso para ustedes. Sé lo que significa para ustedes ganar dinero aquí», dice. «Me alegro que acá tengan agua corriente, luz. Son cositas… [La vida] es una escuela, donde uno aprende. Ustedes [periodistas] están educadas, están preparadas… pero ni siquiera saben lo que hay dentro de mi cabeza».

Un trabajador de Finca La China camina sobre la cosecha del día que acaba de ser medida, en Sabalito de Coto Brus. Monica Quesada Cordero/El Colectivo 506/National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

Es imposible mirar a Isauro, parado en la cima de la montaña donde nació, sin pensar en los otros tres hombres.

Eduardo en su casa con esa vista asombrosa, Candelario en su cabina de radio, ambos viviendo a unas pocas decenas de millas de este lugar: dos que dejaron sus casas para no volver jamás.

Marco, a más de 200 kilómetros al sur, recorriendo los senderos de Finca La China: uno que nunca se fue, pero se aseguró de que sus hijas pudieran hacerlo.

Isauro: uno que partió en un viaje épico, pero encontró el camino de regreso a donde todo inició, aunque en mejores condiciones de las que jamás había imaginado.

Las parejas de los cuatro hombres, aunque ausentes de las entrevistas estaban presentes en distintos grados dentro de las historias. Ya sea que se queda atrás o lidera el camino, cuidando a los niños y manejando las cuentas. Historias para otro día.

La idea de que el café ha sido un distribuidor de riqueza, construyendo una clase media fuerte—en parte porque el gobierno repartió pequeños lotes para motivar el cultivo de la nueva cosecha, lo que resultó en una industria dominada por pequeñas fincas—se repite hasta la saciedad en Costa Rica. Sin embargo, en las historias contadas con tanto entusiasmo y ocasional bravuconería por estos cuatro hombres, el concepto cobra vida.

Lo que está en juego en la industria del café de Costa Rica es más que una bebida. Es una pared de escalar. Es un mercado que les permitió a estos cuatro, y a muchos otros como ellos, realizar un intercambio tras otro. Conocimientos tradicionales por un puesto en una organización sin fines de lucro. Un curso en manipulación de alimentos por un título avanzado. Un turno de noche procesando café por la administración de una finca. Un año en Nueva Jersey, por una finca.

Si la roya del café se sale con la suya con estas plantas, si las pandemias y tormentas siguen cerrando fronteras, ¿sobrevivirá este mercado? ¿Qué pasará cuando mejores condiciones de vida en Panamá y Nicaragua hagan que los recolectores de café pierdan interés en este trabajo, como lo han hecho tantos costarricenses? ¿La escalera que subieron Candelario y Eduardo se convertirá en unas gradas cómodas para las generaciones futuras, o su historia se volverá cada vez menos común?

¿Hay una victoria aquí que vendría sin una derrota?

Marco dice que esta pregunta lo preocupa profundamente. Le preocupa el futuro de Coto Brus, donde se planta menos café cada año. Le preocupa el futuro de Costa Rica.

«Creo que hoy tenemos una situación en la que la gente no se da cuenta de que todos tenemos que hacer un esfuerzo para que un país crezca», dice. “Ya el camión está llevando mucha gente y el tanque se está vaciando. La gasolina no alcanzará».

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Katherine Stanley Obando
Katherine Stanley Obando
Katherine (Co-Fundadora y Editora) es periodista, editora y autora con 16 años de vivir en Costa Rica. Es también la co-fundadora de JumpStart Costa Rica y Costa Rica Corps, y autora de "Love in Translation." Katherine (Co-Founder and Editor) is a journalist, editor and author living in Costa Rica for the past 16 years. She is also the co-founder of JumpStart Costa Rica and Costa Rica Corps, and author of "Love in Translation."

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